A la contra *

Por Nacho Vegas y Roberto Herreros

En su álbum de 2015 Canta y no llores, la banda argentina Kumbia Queers incluye una canción llamada “Contraindicaciones” cuya letra merece la pena reproducir íntegramente para introducir estas líneas:

Somos la voz sin miedo, somos alaridos de los que cayeron,
somos otra voz que no tiene dueño, no pertenecemos,
no tengo nación ni consuelo.
Somos efectos adversos,
contraindicaciones de sus pensamientos,
somos el concepto de lo que quisieran ver muerto,
no tengo razón ni consuelo, por eso no tengo miedo.

Más de cuatro décadas antes, en 1973, el cantautor uruguayo Afredo Zitarrosa, maestro de canciones campesinas, chamarritas y milongas, escribía sus “Contracanciones”; tres piezas inclasificables, poemas torrenciales recitados sobre una instrumentación exquisita combinando lo popular y lo orquestal que se mueven entre la rememoración de recuerdos pasados, la impotencia del presente y el augurio de un negro futuro, el mismo que llevaría a Zitarrosa al exilio durante la brutal dictadura militar que comenzó aquel año en su país. Esas composiciones solo verían la luz años después dentro de su álbum Guitarra negra, registrado en Madrid en 1977.

Un año antes, en 1976 y también en la capital española, el dúo Vainica Doble sorprendía a propios y extraños con el álbum Contracorriente, su disco más subversivo, con memorables alegatos anticolonialistas como “Déjame vivir con alegría” o himnos al empoderamiento personal como su revisión de la popular “Eso no lo manda nadie”. Vainica Doble -Carmen Santonja y Gloria van Aerssen- provenían de una clase social acomodada. Tampoco venía de mala familia Chicho Sánchez Ferlosio, uno de los más grandes cantautores españoles, el más libertario, el único en su generación que renunció a formar parte de la cultura oficial. En 1978 vería la luz A contratiempo, su único álbum, aunque no dejaría de actuar y de colaborar hasta el final de sus días. En el disco y recogidas en directo se encuentran canciones tan vigentes y poderosas como “La paloma de la paz”, “Gallo rojo, gallo negro” o la que da título al disco, con letra de otro ilustre inadaptado al oficialismo cultural como fue Agustín García Calvo.

A contracorriente, así nada el salmón cuando va a desovar, y así tituló Andrés Calamaro a su quíntuple CD de 2000. El salmón, más de un centenar de canciones y todo un órdago inédito a la industria musical tal y como la conocíamos que daba cuenta de la incontinencia creativa del argentino una década antes de que empezara a diluirse en sus delirios (humanos y taurinos).

La experiencia de los raperos de los suburbios franceses merece ser destacada. Bandas como Suprême NTM o IAM lograron algo extraordinariamente importante: se ganaron a los hijos de las clases medias francesas y por esa vía lograron el reconocimiento de las banlieues como realidades no meramente negativas. En definitiva significaron un auténtico contrapeso -él único- al discurso criminalizador de los medios y al silencio confundido de la izquierda parlamentaria. Los chavales de la banlieu no estaban dispuestos a aceptar su papel de víctimas pasivas. Varios de los representantes más destacados de aquella escena explicaban que no eran políticos y que, si lo que ellos hacían es política, nada tenía que ver con la pantomima de los políticos profesionales.

Y así podríamos seguir poniendo ejemplos de músicos de diferentes estilos, credos y procedencias que sin embargo tienen en común algo: de alguna manera, en algún momento, fueron a la contra.

En estos tiempos vemos cómo se resignifican una y otra vez conceptos para convertirlos en armas arrojadizas en el debate político: populismo, transversalidad o hegemonía son algunos de ellos. Sin meternos en el farragoso terreno exclusivamente político, sí merece la pena pararse a revisar la aplicación cultural que pueden tener estos conceptos. Hablamos en otra ocasión de la necesidad de atender a una dimensión populista necesaria para la música popular, que se puede resumir en la conciencia antielitista de lo popular como cultura difundida en clave horizontal, tal y como sucedió durante miles de años antes de que el capitalismo la convirtiera en pura mercancía. Esta conciencia populista solo puede reflejarse en actos que reivindiquen aquello que hace de la cultura popular algo necesario y poderoso más allá de los caprichos a los que la somete el mercado.
Cuentan del arriba citado Alfredo Zitarrosa que, en una ocasión, lo contrataron para interpretar siete canciones durante unos carnavales. Antes de comenzar, el empresario le dijo que finalmente solo podría pagarle la mitad del dinero acordado. Zitarrosa subió al tablado, agarró su guitarra, tocó tres canciones y se detuvo en mitad de la cuarta. “Me pagan por cantar estas tres canciones y media, sepan disculparme”, dijo a los asistentes. “Ahora si quieren seguimos en el boliche de la esquina”. Y actuó durante dos horas de forma gratuita para la gente en un local al final de la manzana. Es esto lo que entendemos por populismo.

La transversalidad ha sido otro término puesto en entredicho. Sus detractores lo identifican con un interclasismo opuesto al axioma de la izquierda de la lucha de clases; a la propia PAH se la criticó en sus inicios por ser un movimiento interclasista, y sin embargo ahora solo un ciego dejaría de reconocer que la plataforma ha escenificado mejor que ningún otro agente social la lucha de clases desde el 15M e incluso ahora oímos cómo se reivindica para Podemos la transversalidad de la PAH; esa y no otra. En términos culturales, poco se puede decir. La música, la cultura popular seguirá existiendo pase lo que pase, solo se puede acabar con ella si se extermina a toda la raza humana. El mercado no tiene más que tomarla, comercializarla y, en las últimas décadas y a través de la revolución neoliberal y su sociedad hiperconsumista, convertirla en signo de distinción antes que de empatía. La música hoy se consume, no se escucha. Quieren que nos definamos por aquello que consumimos, no por lo que somos. La deriva elitista de la música popular es transversal como ella sola; suele hacerse de abajo a arriba. Se trata, en definitiva, de hacer más y más rentable aquello que durante siglos fue un bien común. Nos preguntamos si en los estudios de mercadotecnia se utiliza el término transversalidad con el mismo entusiasmo con el que lo pronuncia una parte de la nueva izquierda.

De lo que nadie ha dudado en hablar es, Gramsci mediante, de hegemonía cultural. Sin embargo, cuando se menta ese sintagma no se está hablando de cultura popular: se trata más bien de ideas y de seducciones, de eso que ahora llaman los think tanks. Y la mala noticia es que en esto también va ganando la derecha. Para saber cómo lo ha hecho no podemos dejar de recomendar la serie de artículos que Carlos Prieto, con su sección Animales de compañía en El Confidencial, le dedica al asunto.
Pero si identificamos hegemonía cultural con cultura oficial, es preciso hablar de la Cultura de la Transición (CT), el término acuñado por el periodista Guillem Martínez que, en pleno clima post 15M, sirvió a buena parte de una generación para diagnosticar aquello que hasta entonces nos resultaba tan difícil siquiera nombrar a pesar de percibirlo con cada vez más rechazo. Por ceñirlo a la música, hay dos momentos claves e interconectados: la que podríamos llamar hegemonía de la Transición en sentido propio, con La Movida como eje central y con un puñado de nombres conocidos y de locales madrileños como referentes, y la que se podría llamar hegemonía neoliberal, fraguada en la última década felipista pero apuntalada en los años del aznarato (1996-2008), que tuvo su su correlato musical en el indie (con otros referentes) y acabó deviniendo en la cultura hipster. La diferencia estriba en que en el primer caso los referentes son nombres muy conocidos, famosos y algunos de ellos adinerados, y los lugares eran tugurios excitantes del centro de Madrid como Rockola. En el segundo advenimiento de la cultura hegemónica tenemos a una escena en absoluto popular –el indie– pero sí sobredimensionada por los medios, con un par de nombres de referencia por cientos de músicos trabajando en condiciones precarias y algunos lugares que a todos nos vendrían a la cabeza: pongamos por caso el FIB o el Primavera Sound. De la fama subvencionada a la precariedad, de las salas de conciertos a los macroeventos: todo ha sido un negocio redondo para aquel que quisiera verlo, y también un desagradable espejismo (contra)cultural para muchos otros. La CT fue orquestada por el PSOE para crear un modelo cultural coloreado que escenificara la ruptura con el franquismo en blanco y negro, hedonista y un pelín transgesor pero sin meterse en camisas de once varas como las que estaban haciendo del País Vasco un polvorín, y muy inteligentemente asumida por el gobierno de Aznar, que invitó a toda la farándula progre a merendolas en Moncloa. La escena indie no interesaban en absoluto al poder, pero para los grandes medios de comunicación suponía algo emergente, moderno y nada problemático: perfecto para ser visibilizado a tope, mucho más sugerente que los dinosaurios del rock español. Con la cultura hipster, este interés se extendió a todos los rincones de la sociedad de consumo. El aire cultural que se respiraba especialmente en los centros de las ciudades actuó realmente como un potente narcótico que nos anestesió políticamente.

La situación de la cultura hoy, entendida en sentido amplio, es preocupante, pero no tenemos que mirar muy lejos para comprobar de dónde venimos. En la década pasada el cierre del diario Egunkaria decretado por el juez Juan del Olmo trajo consigo numerosas detenciones, torturas y supuso el aplastamiento de años de trabajo periodístico. Siete años después fueron absueltos y una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó al estado al pago de 24 000€ por negarse a investigar las denuncias por torturas, pero el daño ya estaba hecho. En esos mismos años, músicos como Soziedad Alkohólika o Fermin Muguruza sufrieron persecuciones judiciales y mediáticas y boicots. Entonces aún no había llegado la era de la sobreinformación y del ciberfetichismo de las redes sociales y da la impresión de que la respuesta civil a estos actos represivos fue más tímida de lo que merecía. Ahora las cosas suceden demasiado deprisa, y enseguida surge el monstruo mediático que tiene como enemigo nº 1 a todo lo que huela a Podemos o a cualquier otro tipo de disidencia, y las respuestas por parte de las políticas del cambio no siempre han sido acertadas; en algún caso han sido bochornosas. Cuando se le hacen graves acusaciones (que acabarían en juicios) a Guillermo Zapata por un puñado de tuits, Manuela Carmena prefiere apartarlo de la concejalía de cultura en lugar de pensar que se trataba de una maniobra política sucia y vergonzante por lo absurdo del asunto. En lugar de reafirmarse, claudicó ante la presión mediática. Cuando encarcelaron a los titiriteros que luego serían juzgados por la Audiencia Nacional en otro esperpéntico episodio de sucia guerra cultural, una dirigente de la primera línea de Podemos se apresuró a condenar los hechos (no las detenciones, sino la obra que representaban los titireteros durante las fiestas de San Isidro; obviamente sin tener ni idea de lo que estaba hablando). ¿Era tan difícil haberse parado a pensar un poco, recordar lo terrible del caso Egunkaria y no entrar al juego de quienes quieren gobernar reprimiendo? Las persecuciones han continuado: Javier Krahe, César Strawberry, Valtonyc o decenas de raperos y tuiteras que se enfrentan a penas de prisión.

“El mercado capitalista apunta siempre al derrumbe de la civilización; y si aún no ha conseguido su propósito es solo porque miles de hombres y mujeres la sostienen y apuntalan cocinando, amando a sus niños, cuidando a sus ancianos, despidiendo a sus muertos y luchando por la tierra y el fuego”, escribía Santiago Alba Rico en uno de los magníficos artículos contenidos en su libro Penúltimos días. No podemos resignarnos a que la cultura popular, las canciones, formen parte de esa jungla mercantil que no muestra escrúpulo alguno a la hora de esquilmar los bienes comunes que poseen por derecho propio nuestras sociedades y nos aboquen a una lucha insana y absurda entre egos en competición. Porque si hay algo que da fe de un mundo que conserva una parte importante no mancillada por el capitalismo se trata precisamente de aquellas cosas con las que no podemos mercadear: un abrazo sincero, una caricia, una palabra amable. Y sí, una canción también. Que la música haya caído en las garras del mercado no significa que no podamos arrancársela, porque al igual que los cuidados, los afectos o los gritos contra las injusticias, las canciones siguen naciendo a pesar de un sistema hostil que las ignora, las desprecia, las persigue o trata de atraerlas hacia su redil. Pero con todo ello, no será capaz de destruir lo que es la expresión popular de anhelos, pasiones, luchas y celebraciones. Y ahí también reside nuestra fuerza.

La pregunta es: ¿cómo debe posicionarse un gobierno con respecto a la cultura? Y la respuesta es sencilla: de ninguna manera. Limitándose a garantizar el libre acceso a la cultura de toda la ciudadanía, cediendo espacios públicos para la autogestión ciudadana exenta de cualquier injerencia administrativa y bloqueando cualquier intento de tutelaje cultural (cabe mencionar que hablamos  aquí de cultura popular, no de pinacotecas o del Ballet Nacional). En este sentido un buen ejemplo lo representa el Circuito Fora do Eixo en Brasil, una estructura autónoma con capacidad de negociar con las administraciones públicas y condicionar sus políticas, buscar inversiones privadas y desarrollar nuevas formas organizativas basadas en el trabajo colaborativo. Una cultura, en definitiva, que pueda cuestionar libremente al poder y a la que el poder no pueda cuestionar, ni mucho menos juzgar. Justo lo contrario de lo que estamos viendo ahora.
Por ello, es preciso hacernos esta pregunta: ¿queremos una nueva hegemonía cultural radicalmente diferente a las anteriores, o queremos una cultura contrahegemónica? Creemos que ahora es más plausible contemplar esta segunda opción.
Volviendo a citar al gran Zitarrosa: “Las canciones no hacen la revolución, pero las sociedades consiguen cambiar las canciones de una época”. Las canciones son un fin en sí mismo, a diferencia de las organizaciones políticas, que son solo medios, herramientas de transformación (o de reacción, si nos fijamos en la práctica totalidad de los gobiernos en Europa). Por eso frecuentemente nos cuesta asociar la cultura a una política activa. Pero si algo tienen en común ambos procesos -el cultural y el político- es que pueden ayudarnos a diagnosticar los males estructurales para acabar transformando al sistema. En el tema de León Benavente “Aún no ha salido el sol”, Abraham Boba varía sucesivamente el verbo principal en cada uno de los estribillos: “Aún podemos soportar / Aún podemos aguantar / Aún podemos resistir / Aún no ha salido el sol”. Son tres sinónimos que denotan lo mismo (enfrentar aquello que nos es hostil) pero connotados de forma muy diferente. Soportar implica hacerlo con resignación; aguantar implica pasividad. Resistir, sin embargo, implica hacerlo combatiendo, oponiéndose frontalmente a las hostilidades para acabar derrotándolas (tanto si hablamos de tristezas como de injusticias) y este es el momento en el que nos encontramos, tanto política como culturalmente. Las canciones, la cultura popular como foco de resistencia activa. Cantemos, resistamos, seamos “la voz sin miedo”. Seamos contrapoder.

* A la contra fue originalmente publicado en una versión reducida para la revista CTXT

Canción de paz colombiana

Bogotá es una ciudad hermosa y caótica. Recién llegados, al preguntar en qué estación nos encontrábamos -es pleno agosto- me respondieron que allá no hay estaciones. «Solo temporadas de lluvias de cuando en cuando». La realidad para nosotros fue que nos encontramos con jornadas en las que ibas pasando de una estación a otra a lo largo de un mismo día en cuestión de minutos. Y la música. En la ciudad suena música constantemente, en un rincón o en otro, bajando de La Candelaria, caminando por el centro, adentrándonos en lo que allá llaman Bogotrash.

El sábado dimos un concierto en el Teatro ECCI que será difícil de olvidar para mí. Compartí escenario y canciones con Manu, Hans y Mar. Nuestra expedición la completaban Tomás, Jonatan y Benja. Sentimos el cariño de poco más de 300 personas que parecían 3000. Terminé agotado y emocionado.

El domingo fue un día extraño. Manu se comió una especie de ardilla gigante de nombre imposible de recordar para mí que allí preparan de una forma que me recordó al cordero a la estaca asturiano. Después de comer fuimos paseando y atravesamos la Plaza Bolívar, en la que destaca el Palacio de Justicia por su estilo modernista y de construcción aparentemente reciente. Nuestro enlace colombiano Umberto nos contó que el palacio fue tomado en los 80 por la guerrilla del M-19 y después recuperado por el ejército, que realizó una masacre en la que prendió fuego al edificio, que lógicamente hubo de ser reconstruido después. Así se las gastan allí los milicos, vaya.

Hans se detuvo a hablar con un monje de túnica azul brillante que hacía proselitismo en la calle. Su religión vaticinaba una serie de calamidades inminentes que sin duda la humanidad se merecía: sequías, inundaciones, plagas de langostas y cosas así. El tipo lo contaba con una tranquilidad pasmosa si es que realmente se creía sus profecías. Continuamos con nuestro paseo y nos salieron al paso un par de policías pidiéndonos con esa amabilidad que les caracteriza nuestros pasaportes o cédulas de identificación. No todos llevábamos nuestra documentación encima, y eso no pareció gustarles mucho. Umberto protestó en vano. Cualquiera que haya tenido que enfrentarse alguna vez con la policía sabe que en estos casos tienes mucho que perder si tan solo contestas con franqueza. Cuando la cosa parecía ponerse fea medió Jonatan, nuestro tour manager, que con mucha mano izquierda logró calmar al poli malo mientras el poli bueno comprobaba los pasaportes que algunos llevábamos encima. Le explicó que, siendo extranjeros, era natural dejar el pasaporte a buen recaudo en el hotel si no te alejabas mucho de él, para así evitar el riesgo de pérdida, con todos los quebraderos de cabeza que eso nos ocasionaría en la gira. El poli malo adujo que con más razón nos tenía que pedir la documentación siendo extranjeros. «Aquí en Colombia tratan de ingresar -nos explicó- muchos ecuatorianos, peruanos o mexicanos indocumentados, y si los capturamos tenemos que deportarlos, lógicamente, pues ellos son son igual que todos«. «No, no son igual -le repliqué-, porque nosotros podemos circular libremente solo por el hecho de llevar unos papeles encima, y ellos no. No son iguales, son menos, mucho menos. Menos que otras personas privilegiadas. Menos que las mercancías que circulan libremente de país en país, de continente a continente, en virtud del libre mercado. Una persona con menos derechos que una mercancía comercial no es igual que todos, señor policía, pero es posible que su raquítica mentalidad represora y racista no alcance a comprender este punto». Mentira, no dije una palabra. Pero eso fue lo que más o menos todos pensamos. Callamos y nos alejamos tan rápido como pudimos de aquellos representantes del orden, la ley y el fascismo.

Los domingos en cuanto atardece son especialmente tranquilos en el centro de Bogotá y el día amenazaba lluvia, así que en lugar de arriesgarnos a caminar mucho rato en busca de algún bar abierto -que, qué le voy a hacer, es lo que más me gusta ver de las ciudades a las que voy de gira- decidimos ir al hotel, tomar allí unos tragos y realizar la entrevista que le debía a Umberto -amigo, melómano y periodista-. Íbamos a charlar durante unos veinte minutos pero finalmente estuvimos más de una hora conversando acerca de la música popular, del hecho de hacer y compartir canciones, de rock, de vallenato, pero sobre todo acabamos hablando del proceso de paz. Umberto me contó cómo apenas hacía una semana la ultraderecha, con la Iglesia a la cabeza, había convocado una marcha multitudinaria en protesta por la «ideología de género» que se desprende del borrador de un documento del Ministerio de Educación -cuya cartera ostenta una ministra lesbiana que les sirvió de diana perfecta-, marcha, que, más allá de difundir su porquería homófoba, buscaba boicotear además el proceso al señalar al gobierno negociador, tratando de inclinar el futuro plebiscito hacia el voto del no. El fascismo, con todas sus caras, lo sabemos bien, tiene un miedo atroz a quedarse sin su enemigo, un miedo que es mucho más grande que los deseos de paz que puedan albergar.

Umberto se muestra optimista y me dice que en el plebiscito ganará el sí de manera contundente, a pesar de la ultraderecha, a pesar de los uribistas que tachan al neoliberal Santos de castrochavista, toma ya. Hablamos del posconflicto. Umberto me confirma que las FARC tienen escasas posibilidades de refundarse en un partido político exitoso, pues carecen de apoyo popular más allá de las zonas en las que está la guerrilla asentada. Sus crímenes pesan mucho. Pregunto si las FARC no tuvieron alguna vez algo parecido a un brazo político o al menos alguna formación cercana. Me habló de la Unión Patriótica surgida a mitad de la década de los ochenta, un partido que contaba con un inmenso apoyo social y que hicieron un llamamiento a una paz negociada democráticamente. Pero primero mataron a los principales candidatos presidenciales. Después fueron a por diputados, congresistas, alcaldes, concejales, y finalmente mataron a cualquiera que fuera militante. En total más de 3000 personas fueron asesinadas por grupos paramilitares, el ejército y la policía. Un exterminio en toda regla que obligó a huir del país a muchos de los militantes supervivientes y que acabó con las posibilidades de la UP de obtener representación parlamentaria y prácticamente hizo desaparecer al partido. Mientras Umberto me cuenta estas atrocidades me pregunta también por la España de aquellos años y no puedo evitar sentirme un poco ridículo cuando le explico lo que fueron los GAL. Pero Umberto escucha con atención. Crímenes de Estado son crímenes de Estado al fin.

El posconflicto es ahora lo interesante. Le pregunto a mi amigo si no sería un escenario ideal, con una derecha enfrentada, una izquierda parlamentaria meliflua y una guerrilla incapaz de reconvertirse en partido democrático, para abrir una brecha que lleve al cambio a un país condenado durante décadas al conflicto y a gobiernos que oscilaban entre la derecha conservadora o liberal y la ultraderecha (desde las torturas y desapariciones durante el gobierno de Julio César Turbay a los vínculos de Álvaro Uribe con el paramilitarismo), un cambio que acaso esté acompañado de canciones y poemas, que ilustre una paz tan ansiada, ya que el relato anterior no logró ser ilustrado culturalmente, acaso por el cierre de filas entre lo puramente político y lo militar de los agentes participantes y por la indiferencia de una sociedad civil conservadora y tan acostumbrada al terror que sencillamente se resignaba a lo que aconteciera. Intento hacer una analogía con la situación actual de Euskadi sabiendo que hablamos de contextos diferentes. Pero allí, tras el cese de la actividad de ETA, con una derecha debilitada y sin enemigo y una izquierda abertzale incapaz de renovarse (seis años y medio de secuestro legal de Arnaldo Otegi mediante, eso es cierto), un partido como Podemos representa lo nuevo mejor que nadie y se impone en las elecciones. ¿No podría suceder algo así en Colombia? ¿Algo que tal vez comience con revueltas pacíficas protagonizadas por movimientos juveniles, por gente que no lleve a sus espaldas mochilas cargadas de odio y violencia, gente joven que pueda ser realmente la activadora del cambio político una vez terminado el conflicto? Umberto se muestra razonablemente escéptico pero no oculta su optimismo. Que a la paz le siga la justicia social, que se abra una grieta por la que entre la luz, como cantaba Cohen, y que esa grieta nos lleve a una brecha que haya que ocupar desde abajo antes de que lo hagan los de arriba. Sugiero populismo. Sugiero llenar esa brecha con música, poesía, himnos. Ojalá llevéis a cabo una verdadera revolución democrática, le digo sinceramente a Umberto. Ojalá, me responde sonriendo y no excesivamente convencido.

Apenas dos días después de tener esta charla Umberto me manda un enlace al anuncio de que el acuerdo de paz se firmará en septiembre y el plebiscito para refrendarlo será en octubre. «Parece que nos hubieran oído», me dice.

Bogotá es una ciudad caótica y hermosa, una ciudad que está viva, que se siente viva a pesar de todo,  a pesar de las desigualdades, de la violencia y de la situación aún incierta. La música suena por todas partes, es lo que en gran medida insufla vida a este maremágnum de casi ocho millones de personas. Suena en las esquinas, en la calzada, en los parques. Aunque puede que en alguna ocasión eso le resulte molesto a alguien. Dónde estará la Guardia Urbana cuando se la necesita.

Este texto está dedicado al pueblo colombiano con todo mi respeto y humildad frente a algo que no puedo conocer de primera mano.

Luchar por la paz; combatir la guerra. Hacerlo cantando.

Sugiero populismo

«No es posible movilizar a un pueblo sin poemas y sin himnos (…) Mientras el marxismo intentaba en vano inculcar conciencia de clase mediante argumentarios, el populismo construía pueblos, porque sabía moverse en la arena de las pasiones y la afectividad».

Carlos Fernández Liria

 

El pasado 24 de junio actué en el cierre de campaña de Unidos Podemos. Fue el Nega quien organizó el tema del cartel, que tras sufrir varios cambios consistió en Los Chikos del Maíz, Amparo Sánchez y servidor. El Nega, medio en broma, medio en serio, me dijo: “Eres lo único meridianamente transversal que nos queda”, para después confesarme que entre Iglesias y Errejón había habido discusión porque este último no quería que el cartel fuera “demasiado de extrema izquierda”. Finalmente importó bien poco. Cuando yo salí a actuar eran las siete y media de la tarde y la explanada de Madrid Río ya estaba muy concurrida. Muchos habían cogido sitio en las primeras filas para escuchar a las estrellas de la noche (me refiero a los políticos, no a LCDM). Enseguida percibí que a nadie le importaba lo que sucedía en ese momento en el escenario, así que toqué sin pausa durante apenas diez minutos y me escabullí del escenario algo contrariado. Amparo Sánchez, que me había precedido, había sabido animar a parte del público con su derroche de simpatía y su energía acústica, y Los Chikos del Maíz, esos grandes artistas socialdemócratas (te la devuelvo, Nega), eran los verdaderos protagonistas musicales del acto y aunque supieron calentar el ambiente justo antes de las intervenciones políticas, digamos que lo hicieron de forma comedida (a pesar de ser la más exitosa de las bandas que apoyan explícitamente a Podemos, no existía aquel día algo parecido a esa sensación de consenso y empatía total entre público y artista que yo recuerdo haber percibido, siendo solo un crío, en las fiestas del PCE a las que mis padres me llevaban; tampoco creo que el Nega se vea a sí mismo como el Miguel Ríos de Podemos). Aquel 24J la sensación de desconexión que sentí cuando salí a cantar fue tal que me llevó a pensar qué carajo pintaba yo allí.

La primera vez que actué en apoyo a Podemos fue por mediación de Jorge Lago en el cierre de unas jornadas en el colegio Lope de Vega de Madrid en abril de 2014, mes y medio antes de las elecciones europeas, cuando los círculos empezaban a formarse y a crecer en número a un ritmo vertiginoso y Podemos aún era un bebé. En el aire flotaba la sensación de que todo estaba por hacer y de que se podía hacer, y Pablo Iglesias y Teresa Rodríguez entusiasmaban a la gente con sus discursos frescos, audaces e ilusionantes, tan alejados de aquellos que estábamos acostumbrados a oír tanto en los medios como en la militancia de izquierdas tradicional, en la extrema y en la moderada, y venían a demostrar que el clima social y político creado tras el 15M podía devenir en sujeto político, un sujeto que contuviera multitud de voces que compartían la indignación con el régimen bipartidista del 78 y sus políticas antisociales. Aquel momento fue bonito, y aunque éramos ambiciosos no imaginábamos la rapidez con la que todo ocurriría, no imaginábamos que en un mes y pico aquello se traduciría en un millón doscientos mil votos. Sin embargo la sensación que tuve el pasado 24 de junio en el cierre de campaña no fue solo bonita, fue muy emocionante. Durante las intervenciones políticas, ver a tantísima gente allí concentrada (estoy seguro de que el mitin de cierre de campaña del PP no reunió ni a la mitad) mostrando su apoyo con tan eufórica alegría me hizo pensar en el camino recorrido, tan breve y tan intenso, y entonces llegué a creer que podíamos ganar y sentí vértigo. Aquel día me acompañaba mi amiga Zara, y recuerdo que nos miramos y sin decirnos nada supimos que los dos estábamos igual de emocionados. E igual que aquella otra vez en el Lope de Vega, ese viernes tampoco sospechábamos los resultados electorales del domingo. Pero esta vez la sorpresa no fue bonita. Fue decepcionante y llena de rabia y amargura.

A lo largo de estos últimos dos años y pico he actuado numerosas veces en actos políticos, huelga decir que siempre desinteresadamente, y me han propuesto tocar en muchos otros, teniendo que declinar por motivos de agenda. Desde aquella primera vez en el Lope de Vega hasta esta última en Madrid Río, en todas las ocasiones (tanto cuando actuaba como cuando declinaba hacerlo) tuve una impresión que cada vez se ha ido pareciendo más a una certeza: si me llamaban a mí era mayormente porque no había otro. No quiero que se me malinterprete: siempre me he encontrado gente maravillosa que se mostraba encantada y agradecida de que hubiera acudido a la llamada. Una de las primeras veces fue en la presentación del Círculo de Níjar, en agosto de 2014. Recuerdo que los chicos que organizaban el acto me dijeron que habían llamado a un montón de artistas y que los únicos que habíamos contestado fuimos Los Chikos del Maíz (ellos para declinar por estar de gira) y yo. El resto ni siquiera se había dignado a responder. El verdadero problema es este: por mucho que Pablo Iglesias hable de los hipsters que se suben al carro de la centralidad (me los nombre, plis), lo cierto es que los grupos, aun mostrándose críticos con la realidad social y política en sus canciones, son reacios a posicionarse, sienten pudor a la hora de hacerlo. Muchas de estas bandas a las que me refiero votan a Podemos, sí, pero prefieren no apoyarlos públicamente. En mi caso, he dicho muchas veces que cantar entraña necesariamente un posicionamiento con respecto a la realidad en cada una de sus facetas. Y una de ellas es, naturalmente, la política. Así que lo natural para mí es mostrarlo. Los argumentos que esgrimen los artistas para eludir su posicionamiento son de lo más variado (y, en ocasiones, pintorescos), pero en mi opinión hay una razón común a todos ellos: llevamos tres décadas viviendo bajo un régimen neoliberal cuyo discurso hegemónico cultural pasa por «la lenta despolitización de todo gesto», en palabras de Alberto Santamaría. Y 30 años de influjo no se sacuden como quien sacude una mota de polvo de la manga de su chaqueta. Es curioso como en muchos lugares de Latinoamérica, donde han vivido procesos sociales y políticos diferentes al nuestro (donde, por ejemplo, han logrado sustraerse en gran medida al proceso de globalización que ha homogenizado los centros de la gran mayoría de las ciudades europeas), saben naturalizar el gesto político que acompaña a las manifestaciones culturales populares, o cómo ello ocurre también entre la gente más joven, aquella cuya primera gran experiencia política fue acaso el 15M, la que no carga con una mochila repleta de años de feroz individualismo y de cinismo desmovilizador. Decía Carlos Fernández Liria, en su ensayo En defensa del populismo, que si Estopa apoyara públicamente a Podemos se conseguirían muchos más votos que con decenas de mítines políticos. Y no le falta razón: Estopa han revitalizado la rumba con su versión fresca, divertida, ácida y brillante de un estilo que jamás ha dejado de sonar en los barrios, aunque los medios no se hicieran eco por no considerarlo cool, pero que ellos han conseguido llevar más allá, a cientos de miles de personas, manteniendo intacta su esencia. Eso es transversalidad. Los medios se vieron obligados con el éxito del dúo a dejar de mirar hacia lo cool-elitista y se pusieron a mirar hacia lo transversal-populista. Pero desgraciadamente Estopa no ha querido pronunciarse tampoco. Para qué vamos a meternos en camisas de once varas, se dirían. El 24J, entre mi actuación y la de LCDM estaba programada otra de una artista que a última hora decidió no tocar porque su oficina consideraba que no le convenía para sus aspiraciones. Ambas razones, las que supongo que tendrán Estopa y las que aducía esta artista son legítimas y muy frecuentes. Pero es eso lo que en mi opinión tenemos que cambiar si queremos emprender un camino que desplace al elitismo que prima en la música popular de nuestro tiempo y nos lleve hacia un populismo musical. Guille de Vetusta Morla estaba acertado al hablar de «convivir con bandas sonoras» antes que «apropiarse de himnos»: el discurso cultural contrahegemónico, viniendo de un discurso oficial tan sólidamente tejido por el neoliberalismo durante décadas, no puede consistir (o al menos no solo) en la búsqueda de himnos de consenso. Antes bien, habría que buscar la multiplicidad de gestos. Pensamos demasiado frecuentemente que la trascendencia política en la música pasa por su contenido, cuando es mucho más importante el gesto. Una palabra utilizada hasta la saciedad en las conversaciones culturales es la de actitud, de forma muchas veces tramposa. Consagrarlo todo a la actitud esconde también una postura reaccionaria, supone hacerlo a una serie de principios inamovibles que alguien se compromete a mantener intactos: ya pueden venir tsunamis y torbellinos -procesos sociales y políticos-, que pasarán por encima sin que mi actitud se mueva un milímetro, parecen decir. Sin embargo, el gesto implica movimiento, implica transformación, construcción y toma de posiciones. No me interesan tus letras tan de extrema izquierda, no me interesa tu actitud íntegra; dame un gesto y ayúdame a cambiar las cosas.

Por supuesto, un gesto político no pasa necesariamente por apoyar a un partido, ni muchísimo menos. Llevar la música a las movilizaciones, a la calle, a los centros sociales, democratizar el acceso a nuestra música,  a toda la música, levantar verticalidades, sí, pero solo para abrir y ampliar horizontalidades, uno de estos y otros muchos gestos multiplicados por mil nos llevarían hacia una revolución cultural, en la que cantaremos por igual canciones de amor y de revolución y en la que el miedo que ellos querrán utilizar contra nosotros, nosotras lo combatiremos bailando. ¡Cuánto más importante sería esa multiplicidad de gestos antes que un reducido número de canciones llamando a la lucha! Esas ya las tenemos y las seguiremos cantando con la piel de gallina, y seguramente surgirán otras nuevas que cantaremos más o menos consensuadamente, pero el momento histórico actual exige además otra cosa. Si queremos alcanzar una nueva hegemonía cultural, esta tiene que estar en permanente movimiento; estará formada también por múltiples discursos, no por uno solo, porque solo así conseguirá construir un nuevo relato, solo así conseguirá escapar a la docilidad y ser crítica. Una cultura que pueda censurar a los dirigentes y a la que los dirigentes no puedan censurar en ningún caso, del mismo modo que no se pueden censurar las pasiones.

No conviene tampoco caer en el cenicismo ni tratar de hacer tabla rasa con lo que ha habido hasta ahora. En todas las épocas hubo ejemplos culturales de resistencia y compromiso. Incluso en medio de la inocuidad de una escena como la indie (la escena musical que se fraguó en los años del aznarato, entre 1996 y 2004, y que fue sobredimensionada por los medios) ocurrieron cosas, hubo gestos, como señala este bonito artículo de Quique Ramos, crítico sin ser cínico, nostálgico pero sin romanticismos y con memoria. Ocurrieron y ocurren cosas, pero sigue faltando un tejido, algo sólido que nos conecte a un nivel mayor. Porque en su lado más grotesco, el indie devino en un panorama que supo asentarse en los terrenos que se empezaron a pavimentar hace 15 años, tal vez dejando prácticamente yermas tierras que podrían haber sido muy fértiles: es el panorama de los macroeventos, de los festivales fotocopiados, de los patrocinios omnipresentes, de los conciertos en auditorios y teatros a precios prohibitivos (la burbuja de las entradas aún no ha pinchado, pero lo veremos). Una maquinaria elitista demasiado bien cimentada a la que no se puede plantar cara solamente con unas cuantas bandas lanzando proclamas izquierdistas (y digo solamente: ojalá surjan otros Billy Bragg, nuevas Violeta Parra, y con ellos nuevos himnos que la gente entone orgullosa en corro). A esa maquinaria elitista se la combate además con una concepción populista de la música en la que prime el gesto, porque uno solo tal vez no, pero muchos gestos juntos sí pueden tener capacidad transformadora.

En el ensayo antes citado, Carlos Fernández Liria hace una defensa de la importancia que tiene no regalarle a la derecha las instituciones y todo aquello que se consiguió con la Ilustración, y para ello utiliza este conocido pasaje de Marx: “Un negro es un negro; solo bajo determinadas condiciones se convierte en esclavo. Una maquina de hilar algodón es una máquina de hilar algodón; solo bajo determinadas condiciones se convierte en capital”. Así, Liria viene a decirnos que las instituciones son las instituciones, y que solo bajo determinadas circunstancias se convierten en chiringuitos manejados por unas élites para su propio beneficio. Hay que combatir, por tanto, esas circunstancias y revertirlas, y no combatir las instituciones mismas, como propone una parte de la izquierda. Es preciso recuperar las instituciones y reformarlas, dice Liria, entroncando con la ya casi famosa receta contra el capitalismo de su colega Santi Alba Rico: revolución económica, reforma institucional y conservadurismo antropológico. Yo me atrevería a añadir una cuarta pata: poder popular; el que tiene que ver con la calle, con los barrios, con los procesos de empoderamiento y con los movimientos sociales y culturales -con una cultura populista-. Tal vez en este país estemos aún en pañales en este aspecto -como ha señalado últimamente el sociólogo César Rendueles- pero eso no significa que no sea un aspecto capital; significa que nos queda mucho camino por delante (no en vano, tras los últimos resultados electorales, se está hablando tanto de volver a poner el foco en la calle y en los movimientos sociales, y de plantear una batalla cultural). Volviendo al pasaje de Marx utilizado por Liria, podemos también aplicarlo a los artistas. Parece que en algunos foros se pretende de un plumazo descabezar los mitos de nuestro tiempo y ningunear la influencia que tienen y han tenido en la experiencia vital de mucha gente. Sin embargo, podemos decir: Bob Dylan es Bob Dylan, solo bajo determinadas circunstancias se convierte en música elitista. Cuando Bob Dylan celebra un único concierto en un auditorio a 120€ la entrada -lo que ya implica hacer un sesgo de clase y edad entre la audiencia; la mayor parte de la población menor de 25 años hoy no puede permitirse pagar ese precio porque están desempleados o tienen trabajos precarios- está siendo música elitista. Hace una década, cuando en su gira visitó media docena de ciudades del Estado y el precio de sus entradas era cuatro veces inferior, en un momento en el que aún no había estallado la burbuja inmobiliaria que desataría la crisis, Bob Dylan era una leyenda de la música popular a la que mucha gente de todas las edades fue a ver, algo bastante menos elitista. Podemos sustituir Bob Dylan por Nick Cave, Beyoncé, AC/DC, Björk, Joaquín Sabina o cualquiera de los muchos artistas que se han subido al carro de las entradas a precios astronómicos.
La primavera pasada, Silvio Rodríguez estuvo de gira por nuestro país. Realizó unos cuantos conciertos. Yo lo vi en Xixón, y recuerdo que alguna gente se quejaba amargamente de no poder pagar el precio de la entrada, que oscilaba entre los 36€ y los 50€, un precio moderado si lo comparamos con el de otros nombres extranjeros en los mismos recintos. Es cierto que hoy día se hace difícil que un artista veterano de otro continente como Silvio pueda poder poner entradas a precios realmente populares, teniendo en cuenta la banda de músicos que lo acompaña y la cantidad de gente necesaria para montar conciertos de gran aforo (más la requetementada subida del IVA en 8 puntos o los opacos gastos de gestión que cobran las empresas dedicadas a la venta de entradas). Sea como fuere, las circunstancias hicieron que su gira discurriera dentro del terreno del elitismo cultural. Pero tras su actuación en Madrid, Silvio permaneció un par de semanas más en la capital y para sorpresa de todos celebró un multitudinario y gratuito concierto en un escenario al aire libre en Vallecas, en el que le acompañaron artistas de renombre invitados (Luis Pastor, Aute, Ismael Serrano) y donde tocó durante más de dos horas. Según me contó mi amiga Lucía, que asistió a ambos, el ambiente que allí se creó fue mucho más apasionado y apasionante que el de su concierto en el Palacio de Deportes y el público era más heterogéneo y numeroso. Lo hizo al modo de los conciertos populares que suele realizar en las calles de algunas barrios de La Habana, y fue el propio Silvio Rodríguez el que corrió con los gastos. He aquí un verdadero gesto, y un músico populista y transversal. ¿Cuántos de su talla harían gestos similares? Por lo pronto, si me pongo a pensar en el mundo anglo no se me ocurre ninguno.

¿Cómo hemos llegado a consentir, naturalizar y hasta ver con buenos ojos que los precios de las entradas para conciertos de determinado aforo se inflaran tanto? Hay todo un discurso dominante que hace esto posible. Hace poco, una de las empresas de venta de entradas más punteras lanzaba la “buena” nueva de que el precio de las entradas en 2015 se redujo un 4%, y de ello se hicieron eco muchos medios culturales. Cuando escondes la realidad de que en los cinco años anteriores el incremento debió de rondar un 30%, es lógico que una noticia tramposa se disfrace de buena noticia. Es parte de ese discurso que hacía que en los 90 y los 2000 se oyera tanto ese argumento en contra de los conciertos gratuitos que decía que “si no paga una entrada, la gente no lo valora”, haciendo válida la aberrante idea de que solo apreciamos aquellas cosas a las que se accede a través de las leyes mercantiles.

Hay cosas aún más preocupantes. Podemos decir también que un banco es una empresa usurera y criminal, y que solo bajo determinadas condiciones se convierte en el nombre de un festival molón. En un nuevo triunfo de la maquinaria financiera, el BBK ha conseguido que mucha gente dentro de un sector joven de la población asocie su nombre a buena música y no, por ejemplo, a los desahucios (el BBK es el mayor accionista de Kutxabank, que acumula el mayor número de desahucios registrados en el País Vasco). Por supuesto, si una sola banda rehusa tocar por ello en ese festival, no ocurrirá nada. Si decenas de bandas se plantan y lo denuncian, tal vez sí ocurra algo. “Que dejará de hacerse el festival”, dirán algunos amargamente. En fin, todo tiene un coste, eso es cierto. Pero si nos preguntamos qué nos resulta más doloroso, que desaparezca un festival o saber que estamos haciendo simpática a una gente que les quita su casa y deja en la calle a familias sin recursos, yo al menos lo tengo claro. Un solo gesto no es suficiente, pero una multiplicidad de gestos podría transformar una situación en la que la música popular está siendo utilizada para lavar la cara de las mafias legales. Y a su vez, ese sería uno más de los muchísimos gestos populares que contribuirán a que más pronto que tarde acabemos teniendo una ley hipotecaria justa y se ponga fin al dolor de mucha gente. Los músicos podemos elegir en qué bando queremos estar. Cuando decidimos no elegir, estamos eligiendo bando. No lo olvidemos.

Últimamente se ha oído hablar de la discrepancia musical enmarcada dentro de la batalla fraticida que se está librando en el seno de Podemos. Íñigo Errejón critica sutilmente la música añeja -la célebre “El pueblo unido jamás será vencido”, de Quilapayún- que sonó tras la comparecencia postelectoral; Pablo Iglesias lanza un furibundo ataque contra los “hipsters” que nunca han sido “capaces de ser hegemónicos en nada”. En mi opinión debemos evitar ese choque de trenecitos culturales porque ponen el foco en el lugar equivocado. No se me habría ocurrido nunca que a estas alturas la guerra cultural en Podemos fuera a ser entre progres y hipsters, como en una especie de Quadrophenia quincemayista, pero si es así yo no quiero formar parte de la contienda, gracias. No se trata de elegir entre Lluis Llach y Vetusta Morla, ni entre El Niño de Elche o Mercedes Sosa. Si algo tiene que ocurrir -y tiene que ocurrir- ocurrirá fuera, más allá de las luchas intestinas por el poder de un partido político. Se trata de una tarea que tenemos que llevar a cabo los músicos y músicas de este país si nos empoderarnos y nos creemos nuestra propia capacidad transformadora, la que resulta de la multiplicidad de gestos. Hagamos un esfuerzo por detener la deriva elitista que está tomando la música popular desde hace décadas. Aunque solo consigamos frenarla un poco ya será un gran paso.

Operación Millet

El pasado sábado 16 de enero fue una jornada muy emocionante. Aquella noche celebramos el 4º aniversario de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y los Desahucios de Asturies (PAHD) y lo hicimos en la sala Acapulco de Xixón, cantando canciones, compartiendo realidades que si no se comparten resultan insoportablemente dolorosas, gritando que sí se puede, comiendo tarta y bebiendo cerveza. Festejando y luchando. Escuchamos a compas víctimas de la usura criminal de la banca y a otras realojadas en el edificio recuperado por la Obra Social de la PAH en Asturies. Nuestra Obra Social es apenas una recién nacida, es pequeña pero contiene multitudes, nos contiene a todas y ha venido al mundo para arrancar de las garras de la SAREB aquello que nos pertenece. Eso también lo celebramos. Miguel Ángel García condujo la gala, algo menos ampulosa que la de los Goya. No había photocall ni vestíamos modelos de Óscar de la Renta, pero nuestras ropas eran mucho más valiosas: camisetas de STOP DESAHUCIOS y de la Obra Social, combinando verde botella de sidra con negro, fue lo que más se llevó este año. Miguel informaba entre actuación y actuación del trabajo de la PAHD. Hoy se ocupan de cerca de 200 casos solo en Xixón. 400 posibles desahucios parados. Menos desahucios en puerta, pero más encubiertos o silenciosos, de esos que no contabilizan aunque dejan a familias con deudas de por vida. Donde los bancos se aprovechan de la vergüenza de la gente ante una ejecución hipotecaria y en ocasiones consiguen evitar a la Plataforma para hacer que personas angustiadas firmen unas condiciones aberrantes. ¿Suena dramático? Lo es. Pero para algunos, solo un juego. Un juego en un casino en el que las fichas son las vidas de la gente. Pero ojo, que en este casino la banca no siempre gana.

En torno a la una de la mañana terminamos la fiesta. Había sido un día muy intenso y yo me fui directamente a casa, agotado y emocionado. Tuve la mala idea de tirarme en el sofá y encender la tele: daban La Sexta Noche. No pasaron ni cinco minutos y en la tertulia sale a colación el tema de la vivienda. Hablan tres periodistas serios; dos directores de periódicos de gran difusión y uno vinculado al Grupo PRISA. Y uno tras otro van soltando perlas: “En la Comunidad de Madrid ya no hay desahucios, y en el resto de España prácticamente tampoco”; “No, en España ya no se desahucia”; “Es cierto, se ha conseguido acabar con los desahucios”. Son tajantes, se quedan tan anchos y nadie les replica en el plató. Lo que sentí en ese momento responde perfectamente a la definición de rabia.
Uno debería estar ya curado de espanto ante estas cosas, pero después de aquella noche con la PAHD a flor de piel, acabar oyendo cómo tres voces de las que dicen influyentes en un programa de máxima audiencia mienten miserablemente desde su atalaya de mierda sobre un tema que sigue causando tanto sufrimiento, es algo que sencillamente me puso enfermo.

Retrocediendo algunas horas, aquel 16 de enero por la mañana habíamos empezado a darle forma y contenido a la Operación Millet, llamada así por aquello de liarla un poco en el Palau de la Música de Barcelona. Antes de las pruebas de sonido, en la misma sala Acapulco, Laura Meixús y Dani Donkeyboy lo prepararon todo para rodar un vídeo en el que la cantante Fee Reega y servidor hablábamos de la vida, de  maletas repletas de sueños, de dedos en el ojo y de fandangos míticos. El resultado  serviría para dar pie a una acción con las compas de la PAH de Barcelona. Y eso ocurrió pocos días después, el 21 de enero. Consistiría en aprovechar el altavoz que nos iba a proporcionar actuar en un sitio como el Palau para aportar algo de visibilidad al trabajo de la Plataforma, poniendo el foco en la campaña lanzada hace pocos meses interpelando a los partidos que concurrían a las elecciones del 20D para que asumieran unos mínimos. Se trata de Las 5 de la PAH: 1) Dación en pago retroactiva; 2) Alquiler asequible; 3) Stop Desahucios; 4) Vivienda social y 5) Suministros garantizados. Son exigencias básicas para acabar con la pobreza energética y los desahucios y garantizar el derecho a la vivienda. Son las exigencias de la PAH, pero también las de una parte mayoritaria de la sociedad. Así lo recogía la ILP que el Partido Popular boicoteó hace 3 años. Y que Sí Se Puede lo demuestra la ILP catalana traducida en la ley 24/2015, que un día haremos extensible al resto del Estado. Lo que queríamos era llamar la atención sobre esta lucha por los derechos de todas. ¿Trolear a un banco? ¿Burlarnos de una entidad? No señores, esa no era la intención. Y en todo caso, ¿qué importancia tiene todo eso cuando se trata de acabar con el sufrimiento de tantas personas? La intención real, lo que acabaremos consiguiendo, es cambiar la ley. Y miren, hay cosas que tienen maldita la gracia, pero en la PAH hay muchísimo sentido del humor, ese del que adolece la banca aunque tantas veces parezca que se ríe de nosotras. Y sabemos exigir las cosas con alegría y con seriedad a un tiempo, juntas y cantando todas en corro. El 21 de enero en el Palau queríamos hacer algo de ruido y lo conseguimos. Entonces, ¿por qué tanto revuelo, si lo que escenificamos fue una demanda a la que la gran mayoría de la sociedad -y espero que la práctica totalidad del público- es sensible? Bien, se dio la circunstancia de que el vídeo de algo más de un minuto con el que se abría la actuación era una parodia de la campaña de publicidad del principal patrocinador del Festival del Mil.leni. ¿Y eso era necesario?, se preguntarán los señores. Lo era, porque si queríamos que la acción trascendiera y no se quedara en un mero gesto bonito y voluntarioso dentro del concierto, precisábamos de un elemento que generara cierta controversia. Y porque, si bien la reivindicación primaria era la de la lucha sin tregua de la PAH, existía una reivindicación secundaria. ¿Debemos los músicos naturalizar el hecho de que, cada vez con más frecuencia, las giras dependan de grandes empresas privadas, aun cuando conozcamos la mala praxis de alguna de ellas? ¿Tenemos la responsabilidad de ponerle límites al mecenazgo? ¿Existen alternativas a esta tendencia, tal vez a través de mecanismos públicos, de circuitos de salas autogestionadas o de propuestas mixtas? No se trata de acabar con la iniciativa privada -no empiecen a acusarme de bolivariano-, pero sí de evitar que esta sea la única opción a la hora de difundir la música en directo en espacios de aforo medio. Se trata de no permitir que gran parte de la música que llega a nuestras ciudades lo haga determinada por algo tan alejado de esta como es la mercadotecnia empresarial y financiera. Creo que es, como mínimo, un debate pertinente en estos días.

Un músico se enfrenta a numerosas contradicciones y dilemas morales cuando se tiene que manejar en un medio tan frecuentemente hostil como es el mercado. Cada uno decide dónde poner las líneas rojas que considera indigno traspasar. En esta ocasión, meses antes de la celebración del concierto del Palau, cuando supe que el patrocinador principal del festival, el que estaría visible en todas las comunicaciones mediante la técnica del naming (consistente aquí en formar parte del mismo nombre del festival anteponiendo el de tu propia marca) era una entidad bancaria, decidí que esa era hoy una línea roja para mí, y me encontré con dos posibles escenarios: uno en el que sencillamente declinaba actuar, y otro en el que actuaba planteando dentro del concierto una acción de naturaleza política que pudiera tener cierta repercusión mediática y de ese modo se abriera un molusco que permitiera a la vez visibilizar una lucha tan necesaria como prácticamente ignorada por la agenda setting de los grandes medios de comunicación, y también proponer un debate sobre música y patrocinio privado. La disyuntiva era complicada y no lo tuve claro desde el principio; lo consulté con algunas de mis compas y hablé especialmente con nuestro bendito enlace entre la PAHD Asturias y la PAH Barcelona, Aida del Valle, una mujer tan maravillosa como luchadora a la que los medios deberían querer entrevistar cada semana mientras persista el drama de los desahucios en lugar de buscarme a mí después de una polémica. Y tomé la decisión ya conocida, destinando los beneficios netos del concierto a la PAHD. Las críticas que me pudiera acarrear llevar a cabo nuestra Operación Millet no me importaban en absoluto. Sí el hecho de poder ocasionar problemas a Concert Studio, la promotora responsable del Festival del Mil.leni. Martín Pérez, director del festival, es, más allá de un gran promotor, un hombre apasionado con su trabajo y sensible a la situación de emergencia social que se vive en el conjunto del Estado Español. El retraso de 45 minutos en el concierto del pasado jueves no se debió ni mucho menos a un intento de censura, sino a una conversación compleja en la que ambos escuchamos nuestras preocupaciones con respecto a la acción que planteamos aquella noche, y en concreto con respecto al vídeo paródico con el que finalmente se abrió la actuación. Martín es un caballero y un gran profesional, y confío -no entendería que fuera de otra manera, la verdad- en que lo ocurrido la noche del 21 no tendrá ninguna consecuencia en lo que respecta a los contratos de patrocinio del Festival del Mil.leni. Me constan los disgustos y la intranquilidad que se vivieron esos días en las oficinas de Concert Studio, y soy sincero si digo que lo siento mucho. Pero esta semana también hemos logrado que se hable un poco más de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, y si algo siento aún más y en lo más hondo es eso que llamamos entre nosotras amor de PAH, con la labor titánica de su Obra Social, con las decenas de desahucios que paran cada semana, con los que no pueden parar y con los que tendrán que seguir parando mientras persista una situación que debe ser motivo de vergüenza para cualquier país que se pretenda llamar democrático. ¡SÍ SE PUEDE!