Canción de paz colombiana

Bogotá es una ciudad hermosa y caótica. Recién llegados, al preguntar en qué estación nos encontrábamos -es pleno agosto- me respondieron que allá no hay estaciones. «Solo temporadas de lluvias de cuando en cuando». La realidad para nosotros fue que nos encontramos con jornadas en las que ibas pasando de una estación a otra a lo largo de un mismo día en cuestión de minutos. Y la música. En la ciudad suena música constantemente, en un rincón o en otro, bajando de La Candelaria, caminando por el centro, adentrándonos en lo que allá llaman Bogotrash.

El sábado dimos un concierto en el Teatro ECCI que será difícil de olvidar para mí. Compartí escenario y canciones con Manu, Hans y Mar. Nuestra expedición la completaban Tomás, Jonatan y Benja. Sentimos el cariño de poco más de 300 personas que parecían 3000. Terminé agotado y emocionado.

El domingo fue un día extraño. Manu se comió una especie de ardilla gigante de nombre imposible de recordar para mí que allí preparan de una forma que me recordó al cordero a la estaca asturiano. Después de comer fuimos paseando y atravesamos la Plaza Bolívar, en la que destaca el Palacio de Justicia por su estilo modernista y de construcción aparentemente reciente. Nuestro enlace colombiano Umberto nos contó que el palacio fue tomado en los 80 por la guerrilla del M-19 y después recuperado por el ejército, que realizó una masacre en la que prendió fuego al edificio, que lógicamente hubo de ser reconstruido después. Así se las gastan allí los milicos, vaya.

Hans se detuvo a hablar con un monje de túnica azul brillante que hacía proselitismo en la calle. Su religión vaticinaba una serie de calamidades inminentes que sin duda la humanidad se merecía: sequías, inundaciones, plagas de langostas y cosas así. El tipo lo contaba con una tranquilidad pasmosa si es que realmente se creía sus profecías. Continuamos con nuestro paseo y nos salieron al paso un par de policías pidiéndonos con esa amabilidad que les caracteriza nuestros pasaportes o cédulas de identificación. No todos llevábamos nuestra documentación encima, y eso no pareció gustarles mucho. Umberto protestó en vano. Cualquiera que haya tenido que enfrentarse alguna vez con la policía sabe que en estos casos tienes mucho que perder si tan solo contestas con franqueza. Cuando la cosa parecía ponerse fea medió Jonatan, nuestro tour manager, que con mucha mano izquierda logró calmar al poli malo mientras el poli bueno comprobaba los pasaportes que algunos llevábamos encima. Le explicó que, siendo extranjeros, era natural dejar el pasaporte a buen recaudo en el hotel si no te alejabas mucho de él, para así evitar el riesgo de pérdida, con todos los quebraderos de cabeza que eso nos ocasionaría en la gira. El poli malo adujo que con más razón nos tenía que pedir la documentación siendo extranjeros. «Aquí en Colombia tratan de ingresar -nos explicó- muchos ecuatorianos, peruanos o mexicanos indocumentados, y si los capturamos tenemos que deportarlos, lógicamente, pues ellos son son igual que todos«. «No, no son igual -le repliqué-, porque nosotros podemos circular libremente solo por el hecho de llevar unos papeles encima, y ellos no. No son iguales, son menos, mucho menos. Menos que otras personas privilegiadas. Menos que las mercancías que circulan libremente de país en país, de continente a continente, en virtud del libre mercado. Una persona con menos derechos que una mercancía comercial no es igual que todos, señor policía, pero es posible que su raquítica mentalidad represora y racista no alcance a comprender este punto». Mentira, no dije una palabra. Pero eso fue lo que más o menos todos pensamos. Callamos y nos alejamos tan rápido como pudimos de aquellos representantes del orden, la ley y el fascismo.

Los domingos en cuanto atardece son especialmente tranquilos en el centro de Bogotá y el día amenazaba lluvia, así que en lugar de arriesgarnos a caminar mucho rato en busca de algún bar abierto -que, qué le voy a hacer, es lo que más me gusta ver de las ciudades a las que voy de gira- decidimos ir al hotel, tomar allí unos tragos y realizar la entrevista que le debía a Umberto -amigo, melómano y periodista-. Íbamos a charlar durante unos veinte minutos pero finalmente estuvimos más de una hora conversando acerca de la música popular, del hecho de hacer y compartir canciones, de rock, de vallenato, pero sobre todo acabamos hablando del proceso de paz. Umberto me contó cómo apenas hacía una semana la ultraderecha, con la Iglesia a la cabeza, había convocado una marcha multitudinaria en protesta por la «ideología de género» que se desprende del borrador de un documento del Ministerio de Educación -cuya cartera ostenta una ministra lesbiana que les sirvió de diana perfecta-, marcha, que, más allá de difundir su porquería homófoba, buscaba boicotear además el proceso al señalar al gobierno negociador, tratando de inclinar el futuro plebiscito hacia el voto del no. El fascismo, con todas sus caras, lo sabemos bien, tiene un miedo atroz a quedarse sin su enemigo, un miedo que es mucho más grande que los deseos de paz que puedan albergar.

Umberto se muestra optimista y me dice que en el plebiscito ganará el sí de manera contundente, a pesar de la ultraderecha, a pesar de los uribistas que tachan al neoliberal Santos de castrochavista, toma ya. Hablamos del posconflicto. Umberto me confirma que las FARC tienen escasas posibilidades de refundarse en un partido político exitoso, pues carecen de apoyo popular más allá de las zonas en las que está la guerrilla asentada. Sus crímenes pesan mucho. Pregunto si las FARC no tuvieron alguna vez algo parecido a un brazo político o al menos alguna formación cercana. Me habló de la Unión Patriótica surgida a mitad de la década de los ochenta, un partido que contaba con un inmenso apoyo social y que hicieron un llamamiento a una paz negociada democráticamente. Pero primero mataron a los principales candidatos presidenciales. Después fueron a por diputados, congresistas, alcaldes, concejales, y finalmente mataron a cualquiera que fuera militante. En total más de 3000 personas fueron asesinadas por grupos paramilitares, el ejército y la policía. Un exterminio en toda regla que obligó a huir del país a muchos de los militantes supervivientes y que acabó con las posibilidades de la UP de obtener representación parlamentaria y prácticamente hizo desaparecer al partido. Mientras Umberto me cuenta estas atrocidades me pregunta también por la España de aquellos años y no puedo evitar sentirme un poco ridículo cuando le explico lo que fueron los GAL. Pero Umberto escucha con atención. Crímenes de Estado son crímenes de Estado al fin.

El posconflicto es ahora lo interesante. Le pregunto a mi amigo si no sería un escenario ideal, con una derecha enfrentada, una izquierda parlamentaria meliflua y una guerrilla incapaz de reconvertirse en partido democrático, para abrir una brecha que lleve al cambio a un país condenado durante décadas al conflicto y a gobiernos que oscilaban entre la derecha conservadora o liberal y la ultraderecha (desde las torturas y desapariciones durante el gobierno de Julio César Turbay a los vínculos de Álvaro Uribe con el paramilitarismo), un cambio que acaso esté acompañado de canciones y poemas, que ilustre una paz tan ansiada, ya que el relato anterior no logró ser ilustrado culturalmente, acaso por el cierre de filas entre lo puramente político y lo militar de los agentes participantes y por la indiferencia de una sociedad civil conservadora y tan acostumbrada al terror que sencillamente se resignaba a lo que aconteciera. Intento hacer una analogía con la situación actual de Euskadi sabiendo que hablamos de contextos diferentes. Pero allí, tras el cese de la actividad de ETA, con una derecha debilitada y sin enemigo y una izquierda abertzale incapaz de renovarse (seis años y medio de secuestro legal de Arnaldo Otegi mediante, eso es cierto), un partido como Podemos representa lo nuevo mejor que nadie y se impone en las elecciones. ¿No podría suceder algo así en Colombia? ¿Algo que tal vez comience con revueltas pacíficas protagonizadas por movimientos juveniles, por gente que no lleve a sus espaldas mochilas cargadas de odio y violencia, gente joven que pueda ser realmente la activadora del cambio político una vez terminado el conflicto? Umberto se muestra razonablemente escéptico pero no oculta su optimismo. Que a la paz le siga la justicia social, que se abra una grieta por la que entre la luz, como cantaba Cohen, y que esa grieta nos lleve a una brecha que haya que ocupar desde abajo antes de que lo hagan los de arriba. Sugiero populismo. Sugiero llenar esa brecha con música, poesía, himnos. Ojalá llevéis a cabo una verdadera revolución democrática, le digo sinceramente a Umberto. Ojalá, me responde sonriendo y no excesivamente convencido.

Apenas dos días después de tener esta charla Umberto me manda un enlace al anuncio de que el acuerdo de paz se firmará en septiembre y el plebiscito para refrendarlo será en octubre. «Parece que nos hubieran oído», me dice.

Bogotá es una ciudad caótica y hermosa, una ciudad que está viva, que se siente viva a pesar de todo,  a pesar de las desigualdades, de la violencia y de la situación aún incierta. La música suena por todas partes, es lo que en gran medida insufla vida a este maremágnum de casi ocho millones de personas. Suena en las esquinas, en la calzada, en los parques. Aunque puede que en alguna ocasión eso le resulte molesto a alguien. Dónde estará la Guardia Urbana cuando se la necesita.

Este texto está dedicado al pueblo colombiano con todo mi respeto y humildad frente a algo que no puedo conocer de primera mano.

Luchar por la paz; combatir la guerra. Hacerlo cantando.

2 comentarios en “Canción de paz colombiana

  1. En el plebiscito para la paz ganará el SÍ, tampoco tengo duda de ello. Y va a ser así porque desde Bogotá nadie sabe, ni los que nos visitan, ni los que hemos vivido acá toda nuestra vida, cómo sangra este país. La vida en las capitales es la de una Colombia apenas arañada por tanta violencia; es en los pueblos, en las veredas, en los campos, en las selvas, donde se ha vivido todo el fragor de esta guerra. Es allí, en las lejanías olvidadas por las élites gobernantes, donde millones de personas han quedado (y están aún) a merced de tanta ruina: grupos armados buscando el control político, sí, pero también narcotráfico, corrupción, una vida precaria sin cubrimiento en salud, educación, acceso a la justicia, lejos de la ‘modernidad’; en otras palabras, se trata de una Colombia ignorada.

    Es por y para esta Colombia que los acuerdos de paz valen algo… todos sabemos que su firma no va a resolver tanta injusticia social y desigualdad que existe en este país, pero es un gran paso. Y son estos millones de víctimas del conflicto las que votarán el SÍ, y ya no interesarán entonces un puñado de personas repitiendo frases sin sentido en los medios de comunicación, queriendo prolongar la violencia a costa de la vida de ‘no-importa-quién’.

    Así que gracias: por el interés, por las palabras, por la música… Lo que viene es muy incierto, pero siempre queda la esperanza de abrir nuevos caminos.

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  2. Tu, querido amigo, has hecho una descripción poética de Colombianos, has llenado de poesía sus calles, su gente y su música llenando los caminos que desandas. Esta tierra, también hermana de la patria grande merece la paz que a veces se desangra; esperemos que ese acuerdo con las FARC pueda hacerse realidad en el plebiscito del 2 de octubre. Un abrazo latinoamericano.

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